11 marzo, 2007

el efecto placebo de pisar charcos

El efecto placebo de pisar charcos emulaba la química inducida de las pastillas blancas para los días grises. Despejaba las dudas así, chapoteándolas en cada uno de los mínimos guas que formaba la falta de cemento de los adoquines irregulares de camino a casa.

Perdía la horizontalidad que proyectaban sus pasos sin darse cuenta, a la vez que sentía de forma natural como sus tobillos se humedecían poco a poco.
No había trance, ni explicación práctica que estableciera una causa efecto así, no buscaba porqués en los hábitos cómodos en los que se gustaba, ni tampoco a veces más allá del porque si, o del porque quiero o del porqué no ahora. Y de eso mismo quería aprender, de pisar dudas sin volver a caminarlas después de una batida seca, de no tener miedo a enfrentarse a la siguiente y de curiosear el dibujo que dejaba en el camino tras el paso de su peso contundente.

No era cuestión de encontrar respuestas, sólo se trataba de encontrar meandros claros en medio de la sensata oportunidad de la tormenta.

La lluvia caía cada vez con más fuerza, ladeada por un viento que zoaba de izquierdas y que nada tenía que ver con su lentitud. Cerró los puños apretándolos con fuerza al cuerpo dentro de los bolsillos, con la nuca visible y mojada, como si quisiera ser diana o cavidad.

Diez metros antes de llegar al portal le vibró el teléfono en el bolsillo, y tuvo esa sensación que se tiene cuando sabes que se termina el caramelo con una dentellada involuntaria que lo hace trizas, que se desperdiga en el paladar y que se queda sólo después con su gusto. Así descolgó, abriendo con la otra mano el pesado portal y empujándolo con el hombro. Hola, dijo, no sabes las ganas que tenía de escuchar tu voz..

Dos segundos después la tormenta quedó fuera, con los charcos y las dudas, y tras el sonido retumbante del medio pórtico cincuentero al cerrarse, supo que no había placebo ni química que sugiriera el calor de su voz, mientras el eco de las pisadas secas de los escalones de madera se mezclaban con la oscuridad de la noche, aprendiendo a curiosear poco a poco en la inercia de su quiero porque si.